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Jueves, 28 de Enero de 2021
OPINIÓN

Los populistas amenazan a la democracia

ÁNGEL T.GARCÍA. Periodista

[Img #35259]El adiós de Trump ha sido un soplo de aire fresco para la tan castigada democracia occidental. Sus cuatro años de gobierno embustero y el final de fiesta en forma de asalto al Capitolio han puesto a prueba el orden democrático moderado instalado en Occidente tras la Segunda Guerra Mundial. Ese bipartidismo romántico, en el que socialdemócratas y democratacristianos podían ir tomándose el relevo, cambiando solo de forma cosmética el poder, está en crisis. La autocracia del vociferante, del que promete soluciones fáciles a los problemas difíciles, del energúmeno matón, está al acecho.
 
Trump, Bolsonaro, Orban o Erdogan son ejemplos de mandatarios que han demostrado odiar la democracia desde dentro, estirando sus costuras; ignorando la división de poderes y las libertades individuales y colectivas. Lo del Brexit de Boris Johnson y Nigel Farage ha sido una desgracia para la democracia y para la civilización occidental; la campaña del referéndum fue el éxtasis de la mentira. Son los ejemplos más extremos del proceso de descomposición en las democracias occidentales, pero si echamos una ojeada a lo que hay en países históricamente autoritarios vemos que en Filipinas gobierna Duterte o en Rusia un tal Putin. Lo de China es un misterio: el comunismo político promueve el capitalismo más salvaje.
 
En casa, la aparición de movimientos populistas, fuertemente protagonizados por personajes singulares, ha sido nuestra aportación a la Tercera Guerra Mundial, que empezó en 2007 y que ha tenido forma de crisis económica. En Catalunya tuvimos a Artur Mas, un tipo que primero presentó como gran solución el proyecto de crear una ciudad del juego, a la que todos llamamos Eurovegas. Le falló el invento y se subió a la parra del independentismo cabalgando en TV3. El relevo lo cogieron personajes de la talla intelectual de Puigdemont, Junqueras y Torra. ¿Pudo haber sido peor?
 
Por las Españas, la cosa también ha estado movidita. La crisis política resultante de la corrupción propició la aparición de dos campeones de la retórica: Pablo Iglesias y Albert Rivera. El primero ha triunfado -aunque no tanto como parecía- llegando al Gobierno. De vez en cuando, se apoya en una barra y dice alguna barbaridad para que sepamos que está vivo. ¿Rivera? Se equivocó tanto que tuvo que dimitir. ¡Ojo! Un mérito en un país en el que nadie lo hace. Pero ¿se acuerdan de cuando parecía que “la nueva política” iba a sustituir a “la casta”? En Madrid, en realidad, el peligro populista está en la ultraderecha de Abascal y sus muchachos. Esperemos que este gris aspirante a Trump sea flor de un día y que triunfen la tranquilidad y la democracia.
 
El adiós de Trump nos debe insuflar optimismo y debemos cruzar los dedos para que no aparezcan más monstruos desde las redes sociales que desgracien la convivencia. Muchos de estos populistas tienen un denominador común: han conseguido dividir y enfrentar a la ciudadanía de sus países entendiendo la política como un ring de boxeo extremo. Lo de gobernar es secundario; lo que importa es convencer a la mayoría suficiente para seguir mandando. Les da igual lo que diga la Justicia, puesto que su particular sentido de la libertad está por encima de ella. Miedo dan aquellos que se les llena la boca con las palabras pueblo o patria. Son el huevo de la serpiente del fascismo, que nunca ha desaparecido.
 
Debemos desconfiar de los hombres fuertes, supercuñados que quieren afrontar problemas históricos imponiendo grandes soluciones, rápidas y definitivas. Éstas no existen. Cuando el resultado de una acción política genera un bando perdedor, el problema no se ha solucionado; volverá a surgir tarde o temprano. Solo la moderación y el respeto a las leyes pueden estimular el diálogo y la negociación entre iguales, que son la base de la Democracia.

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