OPINIÓN
Goodbye, Barcelona
ÁNGEL T. GARCÍA. Periodista.
Cuando venían los familiares del pueblo, allá por los años 70, les tratábamos lo mejor que sabíamos. No teníamos los manjares con que ellos nos atocinaban cuando veraneábamos nosotros en su casa, pero mi padre les dedicaba el bien más valioso: su tiempo, arrancado al trabajo. Así, desde Sant Boi fletábamos dos coches –su Seat 124 y nuestro Renault 6- y les llevábamos a sitios maravillosos: Montjuïc, el Tibidabo, el Paseo de Gracia, las Ramblas, el Puerto, con las Golondrinas… Era aquella Barcelona cosmopolita y acogedora, en la que se podía circular con vehículos privados e incluso aparcar. También organizábamos excursiones a Montserrat y al “campo de aviación” de El Prat para ver el tráfico aéreo. Suena raro ahora, pero entonces lo hacía mucha gente.
La familia del pueblo venía sobre todo a la consulta de médicos privados o a buscar servicios que en el pueblo no había. Barcelona era la punta de lanza de todo en aquella España que comenzaba a desperezarse. (Que no se alarme nuestro actual Síndic de Greuges: no venían a usar el sistema sanitario público. De eso ya tenían). Era extraño aquel orgullo que sentíamos los hijos de inmigrantes por aquella ciudad, que considerábamos nuestra. Más tarde, utilizaríamos la capital catalana para ir al cine, al teatro, a conciertos, para vivir su noche y todo lo que ofrecía. La fiesta que tuvimos muchos con Barcelona culminó con aquellos inolvidables Juegos Olímpicos del 92. Acumulé tanta felicidad en aquel momento que aún me emociono.
Aquellos familiares ya no vienen mucho. Y nosotros tampoco vamos demasiado. Ni el pueblo ni Barcelona son ya lo que eran. Los mayores ya se han ido, para nosotros el pueblo ya no es la única opción en vacaciones y, para ellos, Barcelona ya no es la meca de la modernidad, la libertad y el europeísmo. Ya no ofrece servicios exclusivos, resulta cara, y es dificultoso moverse por ella.
¿Esto sólo lo sienten ellos? Desde nuestro Baix Llobregat podemos pensar algo parecido. Cuesta encontrar algún servicio que ofrezca Barcelona y no exista en la comarca o se pueda realizar por Internet. Sí; está su magnífico patrimonio histórico, consumido por miles de turistas extranjeros amontonados. (No es crítica: bienvenidos sean ellos y sus royalties). Aparte de esto, la capital catalana ya no ofrece casi nada en exclusiva: ni grandes estrenos cinematográficos o teatrales, ni partidos de fútbol de Primera División, ni es el gran centro del comercio, ni la única ciudad universitaria, ni su noche es la que era.
Además, los que aún queremos dejarnos caer por Barcelona de vez en cuando cada vez tenemos más dificultades. Ya hace tiempo que casi todas sus calles están pintadas de azul o verde y cuesta una pasta dejar el coche, si es que hay sitio. A partir de enero, además, mi viejo Volkswagen ya solo podrá ir de noche, como si fuera un delincuente. Y, para colmo, la familia ya no puede permanecer unida por la tarjeta T-10, con lo que ir en transporte público saldrá por un pico. ¡Ah! Y existe otro riesgo: sufrir un corte de la Meridiana o de la Gran Via por parte de la clase media oprimida esa que se cree el Procés.
O los barceloneses no nos quieren o es que son conscientes de que ya no necesitamos ir a verles.
Cuando venían los familiares del pueblo, allá por los años 70, les tratábamos lo mejor que sabíamos. No teníamos los manjares con que ellos nos atocinaban cuando veraneábamos nosotros en su casa, pero mi padre les dedicaba el bien más valioso: su tiempo, arrancado al trabajo. Así, desde Sant Boi fletábamos dos coches –su Seat 124 y nuestro Renault 6- y les llevábamos a sitios maravillosos: Montjuïc, el Tibidabo, el Paseo de Gracia, las Ramblas, el Puerto, con las Golondrinas… Era aquella Barcelona cosmopolita y acogedora, en la que se podía circular con vehículos privados e incluso aparcar. También organizábamos excursiones a Montserrat y al “campo de aviación” de El Prat para ver el tráfico aéreo. Suena raro ahora, pero entonces lo hacía mucha gente.
La familia del pueblo venía sobre todo a la consulta de médicos privados o a buscar servicios que en el pueblo no había. Barcelona era la punta de lanza de todo en aquella España que comenzaba a desperezarse. (Que no se alarme nuestro actual Síndic de Greuges: no venían a usar el sistema sanitario público. De eso ya tenían). Era extraño aquel orgullo que sentíamos los hijos de inmigrantes por aquella ciudad, que considerábamos nuestra. Más tarde, utilizaríamos la capital catalana para ir al cine, al teatro, a conciertos, para vivir su noche y todo lo que ofrecía. La fiesta que tuvimos muchos con Barcelona culminó con aquellos inolvidables Juegos Olímpicos del 92. Acumulé tanta felicidad en aquel momento que aún me emociono.
Aquellos familiares ya no vienen mucho. Y nosotros tampoco vamos demasiado. Ni el pueblo ni Barcelona son ya lo que eran. Los mayores ya se han ido, para nosotros el pueblo ya no es la única opción en vacaciones y, para ellos, Barcelona ya no es la meca de la modernidad, la libertad y el europeísmo. Ya no ofrece servicios exclusivos, resulta cara, y es dificultoso moverse por ella.
¿Esto sólo lo sienten ellos? Desde nuestro Baix Llobregat podemos pensar algo parecido. Cuesta encontrar algún servicio que ofrezca Barcelona y no exista en la comarca o se pueda realizar por Internet. Sí; está su magnífico patrimonio histórico, consumido por miles de turistas extranjeros amontonados. (No es crítica: bienvenidos sean ellos y sus royalties). Aparte de esto, la capital catalana ya no ofrece casi nada en exclusiva: ni grandes estrenos cinematográficos o teatrales, ni partidos de fútbol de Primera División, ni es el gran centro del comercio, ni la única ciudad universitaria, ni su noche es la que era.
Además, los que aún queremos dejarnos caer por Barcelona de vez en cuando cada vez tenemos más dificultades. Ya hace tiempo que casi todas sus calles están pintadas de azul o verde y cuesta una pasta dejar el coche, si es que hay sitio. A partir de enero, además, mi viejo Volkswagen ya solo podrá ir de noche, como si fuera un delincuente. Y, para colmo, la familia ya no puede permanecer unida por la tarjeta T-10, con lo que ir en transporte público saldrá por un pico. ¡Ah! Y existe otro riesgo: sufrir un corte de la Meridiana o de la Gran Via por parte de la clase media oprimida esa que se cree el Procés.
O los barceloneses no nos quieren o es que son conscientes de que ya no necesitamos ir a verles.
Ángel T. García | Lunes, 20 de Enero de 2020 a las 16:08:33 horas
Me halaga su prolija respuesta. Observo que le ha interesado el artículo. Y se lo agradezco.
Mire, a los ciudadanos del Baix seguramente nos gusta el transporte público. Como a todos. El problema es que, en comparación con Barcelona, es lamentable. Y no se ve un gran esfuerzo inversor por parte de las administraciones responsables.
Gracias por su atención.
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