OPINIÓN
Claustrofobia
ÁNGEL T.GARCÍA. Periodista
El 13 de diciembre de 1972, mi amigo Gabriel casi tenía 6 años, el 21 de mayo de 1989; 22 años, el 26 de febrero de 1990 solo un año más, y el 15 de marzo de 2020 ya tenía 53. ¿Qué ocurrió en esas fechas? Anécdotas o sucesos que ayudaron a construir la claustrofobia que marcó su vida, una enfermedad que puede decir con orgullo que ha ido superando, sin molestar demasiado a las personas de su entorno.
Todo empezó cuando a aquel niño le quedaba poco más de una semana para cumplir 6 años y TVE emitió “La Cabina”, el telefilme de producción española más importante de toda la historia, dirigido por el maestro Narciso Ibáñez Serrador. Aquel pequeñajo vio aquella obra de terror menor, y se le incrustó en el cerebro, incubando comportamientos que todo su entorno calificaría en lo sucesivo de “manías”. Desde aquella noche, se destapaba, abría siempre la puerta del dormitorio, se despertaba entre tremendas pesadillas… Su madre optó por llevarle al médico. El niño, que no sabía explicar lo que tenía, estaba sano.
En el 89, con 22 estupendos años y habiendo acabado ya los últimos exámenes de su carrera, vivió otra experiencia tremenda. Había ido a visitar a un familiar que estaba ingresado en el Hospital de Bellvitge. En la octava planta. Tras la visita, optó por bajar por las escaleras. No le gustaban los ascensores. Mientras bajaba, oyó el estruendo de una bomba. ¿Una bomba? No. Fue el ascensor que bajaba desde el octavo piso. Se desenganchó; todo falló, y murieron 8 personas. La cercanía de ese suceso le provocó decenas o centenares de noches de insomnio más.
Un año después, durante el servicio militar, en unas maniobras, durante una noche en el Pirineo catalán, se cruzó algún cable en el cerebro de aquel soldadito de montaña y volvieron los fantasmas. Incapaz de meterse en un saco de dormir, en un iglú bajo la nieve o en una minúscula tienda de campaña compartida con dos tipos más, acabó en el hospital militar. Allí sí que diagnosticaron: “Tienes claustrofobia, pero te vuelves al cuartel”. En las siguientes maniobras durmió en un camión. Un lujo. Pero todavía conserva aquel frío metido en el cuerpo.
14 de mayo de 2020. Pandemia. Confinamiento. ¿Qué pasará con el claustrofóbico? Buenas noticias. Habían servido de mucho los años de autodisciplina, imponiéndose subir en ascensor y en transporte público, viajando (aterrorizado) en avión, cerrando las ventanas y las puertas porque hace frío y es lo lógico, o aceptando reunirse con muchas personas en espacios pequeños (eso sí, trazando mentalmente un plan de fuga).
Durante toda su vida no ha sido fácil convivir con una fobia que, quien la conozca de cerca, sabe como él que es traidora, que viene y va, que se convierte en agorafobia (miedo a los espacios abiertos) cuando menos te lo esperas. También ha vivido desagradables capítulos de ataques de ansiedad y sigue sufriendo insomnio recurrente.
Pero Gabriel conserva el buen talante y la autodisciplina, que es lo que pide al resto de las personas, en estos momentos de confinamiento. Para él es especialmente doloroso observar el incumplimiento de las normas sociales derivadas del Estado de Alarma. Si él ha sido capaz de superar la claustrofobia, ¿por qué gente que no la sufre es incapaz de quedarse en casa cuando toca? ¿Tan grave es no salir de casa? Y más cuando de ello depende la salud de todos; de los niños, de los abuelos…
Mi amigo no lo entiende. Yo tampoco.
El 13 de diciembre de 1972, mi amigo Gabriel casi tenía 6 años, el 21 de mayo de 1989; 22 años, el 26 de febrero de 1990 solo un año más, y el 15 de marzo de 2020 ya tenía 53. ¿Qué ocurrió en esas fechas? Anécdotas o sucesos que ayudaron a construir la claustrofobia que marcó su vida, una enfermedad que puede decir con orgullo que ha ido superando, sin molestar demasiado a las personas de su entorno.
Todo empezó cuando a aquel niño le quedaba poco más de una semana para cumplir 6 años y TVE emitió “La Cabina”, el telefilme de producción española más importante de toda la historia, dirigido por el maestro Narciso Ibáñez Serrador. Aquel pequeñajo vio aquella obra de terror menor, y se le incrustó en el cerebro, incubando comportamientos que todo su entorno calificaría en lo sucesivo de “manías”. Desde aquella noche, se destapaba, abría siempre la puerta del dormitorio, se despertaba entre tremendas pesadillas… Su madre optó por llevarle al médico. El niño, que no sabía explicar lo que tenía, estaba sano.
En el 89, con 22 estupendos años y habiendo acabado ya los últimos exámenes de su carrera, vivió otra experiencia tremenda. Había ido a visitar a un familiar que estaba ingresado en el Hospital de Bellvitge. En la octava planta. Tras la visita, optó por bajar por las escaleras. No le gustaban los ascensores. Mientras bajaba, oyó el estruendo de una bomba. ¿Una bomba? No. Fue el ascensor que bajaba desde el octavo piso. Se desenganchó; todo falló, y murieron 8 personas. La cercanía de ese suceso le provocó decenas o centenares de noches de insomnio más.
Un año después, durante el servicio militar, en unas maniobras, durante una noche en el Pirineo catalán, se cruzó algún cable en el cerebro de aquel soldadito de montaña y volvieron los fantasmas. Incapaz de meterse en un saco de dormir, en un iglú bajo la nieve o en una minúscula tienda de campaña compartida con dos tipos más, acabó en el hospital militar. Allí sí que diagnosticaron: “Tienes claustrofobia, pero te vuelves al cuartel”. En las siguientes maniobras durmió en un camión. Un lujo. Pero todavía conserva aquel frío metido en el cuerpo.
14 de mayo de 2020. Pandemia. Confinamiento. ¿Qué pasará con el claustrofóbico? Buenas noticias. Habían servido de mucho los años de autodisciplina, imponiéndose subir en ascensor y en transporte público, viajando (aterrorizado) en avión, cerrando las ventanas y las puertas porque hace frío y es lo lógico, o aceptando reunirse con muchas personas en espacios pequeños (eso sí, trazando mentalmente un plan de fuga).
Durante toda su vida no ha sido fácil convivir con una fobia que, quien la conozca de cerca, sabe como él que es traidora, que viene y va, que se convierte en agorafobia (miedo a los espacios abiertos) cuando menos te lo esperas. También ha vivido desagradables capítulos de ataques de ansiedad y sigue sufriendo insomnio recurrente.
Pero Gabriel conserva el buen talante y la autodisciplina, que es lo que pide al resto de las personas, en estos momentos de confinamiento. Para él es especialmente doloroso observar el incumplimiento de las normas sociales derivadas del Estado de Alarma. Si él ha sido capaz de superar la claustrofobia, ¿por qué gente que no la sufre es incapaz de quedarse en casa cuando toca? ¿Tan grave es no salir de casa? Y más cuando de ello depende la salud de todos; de los niños, de los abuelos…
Mi amigo no lo entiende. Yo tampoco.










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