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Jueves, 10 de Noviembre de 2022
OPINIÓN

Por culpa de la maldita navaja

MANUEL DOBAÑO. Periodista.

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Fue a finales del pasado mes de agosto cuando decidimos acercarnos en familia a la playa de El Prat para aliviar nuestras acaloradas epidermis y, de paso, para comer en uno de sus chiringuitos más populares. Todo iba perfecto hasta que se me ocurrió pedir, entre otras viandas, una ración de navajas. Sucedió, sin embargo, que a la hora del ágape me entretuve más de la cuenta degustando una ensalada que me habían servido previamente y, en ese intervalo de tiempo, mis nietos casi me vacían el plato de las malditas navajas, y digo malditas por lo que contaré finalmente.


Después de recriminar suavemente su actitud a mis famélicos nietos, aproveché para engullirme el par de navajas que me habían dejado en el plato. Pero recuerdo perfectamente que la última pieza no tenía demasiado buen sabor. No obstante me la engullí con la ayuda de un buen trago de cerveza y sin prestar demasiada atención, como buen gallego, a la regla de oro de que hay que tener mucho cuidado con el marisco y derivados durante los meses que no contienen la letra ‘r’.


Y el resultado final de todo este relato es que, al cabo de poco tiempo, me empecé a encontrar fatal, hasta el punto de que me tuvieron que ingresar de urgencias en el hospital de Bellvitge, donde me pasé gran parte del mes de septiembre con una deshidratación renal galopante. Fue, verdaderamente, una dura experiencia de la que todavía no me he recuperado plenamente, porque la gastroenteritis de caballo que pillé, presuntamente, por culpa de la maldita navaja, me dejó exprimido como un cítrico. Al parecer, mejor suerte han corrido las infantas de España que también pillaron una gastroenteritis de esas, pero que no tuvieron mayores problemas que parar precipitadamente en un bar asturiano que les pilló por el camino para realizar una evacuación de urgencia. Queda pues demostrado que hay ciertas navajas que no cortan, pero que te dejan el cuerpo hecho trizas...

 

Escribía estas líneas en tiempos de fieles difuntos y, para no romper la rutina de años anteriores, visité los cementerios en los que están enterrados mis familiares más allegados. En el campo santo coincidí con un amigo, pariente lejano de mi esposa, quien me comentó que iba a dejar en la tumba de su padre el café y el cigarrillo que portaba en las manos. Antes de despedirnos, me confesó que, tras recorrer medio mundo, se divorció de la madre de sus hijos, de la que, al cabo de unos años, se volvió a casar oficialmente. Mientras yo abandonaba el recinto funerario, mi interlocutor se quedó "dialogando" en silencio con su difunto progenitor.

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